-Creo que voy recuperándome. Poco a poco, pero me encuentro
mejor. Me siento bien conmigo misma, he vuelto a reír. Por la más mínima tontería.
He vuelto a la rutina, y dispuesta a todo. He vuelto a llevar a mis hijos al
instituto, cada mañana. He vuelto a salir, he vuelto a notar el calor del sol
por todo mi cuerpo. He vuelto a ser yo misma. Me parece que me estoy curando. Y
eso me sienta bien. Muy, muy bien. –Sonrío. Presa de una alegría inmensa.
-Debes tener cuidado. Recuerda que la calma no siempre
significa que haya pasado la tormenta. A veces también significa que se aproxima
el desastre. –Fruncí el ceño. Suponía que se iba a alegrar. Debía alegrarse, ya
que, a pesar de ser mi médico, era mi hermano.
-¿No te alegras?
-Por supuesto que sí. Mírate, llevaba meses sin verte una
sonrisa, pero por mucho que pueda alegrarme, voy a seguir alerta, por si te
puede pasar algo. Es muy raro que estés tan llena de energía. Después de las últimas
semanas. –Suspiro y le sonrío, dándole esa confianza que no tengo.
-No te preocupes. Estoy muy bien, y ahora, si me disculpas,
el mundo no se para por mí. Debo movilizarme si quiero recuperarme.
-Poco a poco. No te excedas.
-Tranquilo, que solo voy a comprar al supermercado. –Y eso
hice. Fui a comprar y de vuelta recogí a mis dos hijos del colegio. Alejandro y
Fabiola. Alejandro era el mayor, tenia quince años y el pelo en punta, como si
fuera una escoba. Como lo llevan los jóvenes de hoy en día, básicamente. Fabiola
tenía trece años y el pelo largo y rubio.
Cuando se hizo de noche, mi marido apareció por la puerta.
Iba vestido con traje y corbata, como buen empresario que
era. Y llevaba su maletín de piel marrón oscuro colgado de la mano.
Abrazo a Fabiola y le revolvió el pelo a Alex. Que gruño
divertido. A mí me dio un beso y subió al cuarto, a cambiarse, supuse.
Cenamos, y cuando note un pinchazo en el pecho, me fui a
descansar. Ya me había ‘excedido’ bastante por hoy, y me apetecía dormir. Así
que me metí en la cama, apague la luz y cerré los ojos. Cayendo rendida en los
dulces brazos de Morfeo.
A mitad de la noche, el pinchazo cada vez era más fuerte,
hasta que llego a doblarme por dentro, internamente. Pues mi cuerpo ya no se movía.
No tenía ni idea de que pasaba, y la impotencia de chillar que me estaban
desgarrando por dentro podía conmigo.
Supuse que mi hermano tenía razón. Que realmente el significado
de mi calma era que se avecinaba el desastre. Y ese desastre era mi muerte.
Lo sabía porque a lo largo de los meses había leído sobre el
cáncer. Sobre sus síntomas y sobre todo lo que tenía que ver con él. Y ahora yo
me estaba apagando.
No quería, me negaba. Me negaba a dejar que algo abstracto
me matara. Me apartara de mis seres queridos. Me ahuyentara del hecho de seguir
viviendo. Me negaba a dejar de sonreír, a dejar de abrazar a mis hijos, a dejar
de decirles lo mucho que les quería. Me negaba a dejar a mi marido sin decirle
que era el amor de mi vida. Por muchas veces que ya se lo hubiera dicho.
Había tantas cosas que quería hacer y no había hecho. Cosas
que me ayudaban a seguir aferrada a la vida con uñas y dientes. Cosas como ver
como se graduaban mis hijos. Ver que serian en un futuro. Cosas como explicarle
a mi hija que de un día para otro se había convertido en mujer, oficialmente. Cosas
como ‘la charla’. Como darles consejos sobre su vida amorosa, o ver al chico a
la chica de la cual se enamorarían. Ver como les rompían el corazón y ayudarles
a seguir adelante. Ver como se enamoraban de nuevo, ver como se casaban, ver si
pondrían la misma cara que puso su padre cuando se entero de que iba a tener un
hijo. Cosas como ver a Fabiola tener su primer bebe. Como ver corretear a mis
nietos mientras estoy en el salón agarrada de la mano de mi marido, rememorando
como hemos envejecido juntos y como nuestra pequeña familia ha crecido en masa.
Y eso es lo que me ayuda a seguir aferrada a la vida. En
alma, ya que el cuerpo yace muerto en la cama de matrimonio que tantos
recuerdos contiene.
Sabía que el final de esta historia no sería dentro de mucho
tiempo. Más bien dentro de poco, y me ha tocado ahora. Me ha tocado en el
momento en el que menos quiero. ¿Y porque a mí? ¿Por qué debo morirme yo? ¿Por
qué? Me gustaría hacer tantas cosas…
Me encantaría abrazar a mis hijos y a mi marido y no
soltarlos nunca.
Siento como mi cuerpo definitivamente se apaga, la vida se
oscurece, impregnada con el olor de la muerte. Impregnada por la melancolía y
la impotencia. Impregnada del asqueroso hedor del cáncer. Impregnada por mis
ganas de seguir viviendo. Por mis ganas de seguir adelante. Por aprovechar la
vida, porque nunca sabes si te la quitaran en cualquier momento. Porque
mirarme, estoy hablando en mi mente, sola, ni siquiera el eco me acompaña. Deseando
tener un solo minuto de mi vida más, para chillar lo mucho que quiero vivir. Lo
mucho que lo deseo.
Pero ahora ya no veo ni oigo nada. Ya nunca podre volver a
ver el mundo, volver a escuchar la voz del hombre de mi vida, volver a escuchar
los gritos de mis niños. Ya nunca más podre ser feliz, porque por mucho que
digan del paraíso, el paraíso solo existe si estas con la gente que deseas. Y
si ellos no están conmigo, para mí no existe ningún paraíso.
Así que aprovecha cada segundo de tu vida por aquellos que
no pueden, saborea el dulce sabor de cada día. Grita muy alto, corre demasiado
deprisa, besa muy lento, equivócate lo mínimo, pero aprende lo máximo. Y sobre
todo, y a pesar de todo, sonríe, que es por lo único por lo que merece la pena
vivir. Porque sonreír y ver sonreír a los demás es un puente a la felicidad. Y
la felicidad es algo que deseamos todos.